Ibn 'Arabi |
Los seres humanos que se
transforman en espejo de la luz original y en modelo de servicio desinteresado
a los demás reciben el nombre de profetas, enviados y santos. Todos ellos conforman
las diferentes facetas de la "amistad divina" (walaya), que es como se denomina, en el
contexto islámico, a aquello que se llama "santidad" en el marco
cultural cristiano. Aunque a lo largo del presente trabajo venimos utilizando
indistintamente ambos términos, hay que tener presente que la santidad no se
refiere tanto a la bondad y la piedad –virtudes que, en Occidente, solemos
asociar a tan eminente condición, como al conocimiento directo de Dios y de uno
mismo. Conviene tener en cuenta que, en árabe, también existe el término quds,
procedente de la raíz q-d-s (correspondiente al griego hagios y
al latín sanctus), que se amolda más a la idea cristiana de santidad. En
lugar de ese término, el Islam emplea, como decimos, la palabra
"amistad", una noción que conlleva los matices de intimidad y
cercanía. En ese sentido, los amigos de Dios se encuadran en la categoría de
los "próximos", de quienes sólo aspiran, sobrepasando cielos e
infiernos, más allá de la esperanza y el temor, a estar junto a su Amado. Y no
conviene olvidar que, a mayor proximidad a la fuente del ser, más profundo es,
extrañamente, el abismamiento en la propia nada existencial, de conformidad con
el dicho profético: «Dios era y no había nada con Él»
Son numerosos los escritos
donde Ibn 'Arabi detalla las múltiples tipologías de santos, las diferencias
entre profecía y santidad y las características propias de las experiencias y
moradas espirituales a las que acceden los amigos de Dios. Reseñemos que, a lo
largo de su trayectoria biográfica, no sólo conoció personalmente a muchos de
ellos, sino que él mismo formó parte de tan selecto grupo. Según la compleja
tipología hagiológica que nos brinda, cada santo se halla a los pies o es heredero
de un profeta concreto. Hay santos que son crísticos y siguen los pasos de
Jesús, recibiendo de él su sabiduría y carismas específicos. Otros son
mosaicos, abrahámicos, muhammadíes, etcétera, o bien heredan su sabiduría de
varios profetas al unísono. Por ejemplo, el primer maestro humano de Ibn Arabi,
Abü' l-'Abbas al-Uryabi, era crístico, y el mismo Sayj al-Akbar se declara, en
distintas etapas de su periplo vital, crístico, mosaico, heredero del profeta
Hüd y, por último, muhammadí.
La herencia espiritual que
recibe cada amigo de Dios puede ser completa o parcial, aunque siempre está en
consonancia con la tipología profética predominante. Cada herencia permite
desplegar un tipo de ciencias y carismas. Por ejemplo, uno de los principales
rasgos de quienes heredan la sabiduría profética de Jesús «es la realización de
la unidad divina mediante la eliminación de todas las representaciones
sensoriales». A ello hay que añadir la compasión ilimitada hacia las criaturas
o, gracias al poder de su energía espiritual, la capacidad de sanar
enfermedades e incluso de devolver la vida. Por su parte, lo que identifica a
los santos que reciben la herencia muhammadí, además de su pura y completa
servidumbre con respecto a Dios, es que participan de la cualidad sintética del
mensaje muhammadí, abrazando en esencia todas las posibles expresiones de la
espiritualidad. Asimismo derivan su sabiduría directamente de la fuente última
de la existencia y están abiertos, simultáneamente, a todos los niveles de
experiencia:
Lo único que distingue al
muhammadí es que no posee ninguna estación específica. Su estación es la
no-estación [...]. Pero la relación del muhammadí con las estaciones es como la
relación de Dios con los nombres: no está determinado por ninguna estación con
la que se relaciona. Por el contrario, en cada respiración, en cada momento, en
todos los estados, asume la forma requerida por esa respiración, momento o
estado. Su limitación carece de continuidad temporal. Las determinaciones divinas
varían a cada momento y así él varía con su variabilidad. Dios está «cada día
ocupado en una nueva obra» (55:29), y también el muhammadí.
LAS GENTES DE LA REPROBACIÓN
En un sentido general, Ibn
'Arabi subdivide a las personas religiosas en tres grandes grupos. El primero
de ellos –integrado por lo que podemos denominar devotos o ascetas
comunes- se limita a acatar las prescripciones de la ley religiosa y se entrega
a diferentes ejercicios ascéticos con el fin de purificarse externa e
internamente. Sin embargo -escribe-, «ni idea alguna tienen de los estados
místicos y de las moradas, de las ciencias infusas emanadas de Dios».
Es el segundo grupo
-integrado por los llamados sufíes- el que entiende de esas profundas
experiencias de conciencia y de esos conocimientos infusos. Aunque se entregan
al ascetismo, al igual que los componentes del primer grupo, también tienen en
alta estima las experiencias místicas y los carismas que conllevan, pudiendo
caer en un tipo de exhibicionismo religioso, más o menos sutil, que, en lugar
de restar fuerza al ego, puede inflacionarlo fácilmente. Quienes se
autoproclaman "sufíes" son incapaces, hasta cierto punto, de
salvaguardar su intimidad ya que, de un modo u otro, muestran sus experiencias internas
a los demás. La ostentación espiritual es, posiblemente, la más soberbia y vana
de las ostentaciones, mientras que la codicia espiritual puede ser mucho peor
que la mera ambición material.
El tercer grupo -las gentes
de la reprobación- se caracteriza porque sus integrantes no se atribuyen
ningún mérito intelectual o espiritual, ninguna santidad especial, ninguna
virtud merecida. Si bien existen múltiples categorías de amigos de Dios, son
ellos quienes engrosan las filas de la amistad suprema destacando, en su seno,
el selecto grupo de los "solitarios":
Sabe -y que Dios te asista-
que este capítulo versa sobre los servidores de Dios llamados malamiyya, es
decir, los hombres espirituales que poseen la walaya en su grado más
elevado. No existe, por encima de ellos, más que el grado de la profecía (legislativa).
Su estación se denomina estación de la proximidad (maqiim al-qurba). Su
versículo específico en el Corán es el de la huríes retiradas en sus pabellones
(55:72), versículo que, mediante esa descripción de las huríes del paraíso, nos
instruye sobre las almas de los hombres que Dios ha escogido para sí y que ha
preservado y confinado en las tiendas del celo divino, en todos los rincones
del universo, para que ninguna mirada les alcance ni les distraiga, aunque a
decir verdad, ¡las miradas de las criaturas no podrían distraerlos! [...]. Dios
ha encerrado sus formas exteriores en las tiendas de sus actos ordinarios y
devociones usuales de modo que, desde el punto de vista de las prácticas
aparentes, no se entregan más que a las devociones obligatorias o las
devociones supererogatorias habituales. No se les conoce ningún milagro. No se
les glorifica y no sobresalen a causa de su piedad, entendida ésta en el
sentido vulgar de la palabra, aunque tampoco puede imputárseles mal alguno. Son
los ocultos, los piadosos, los guardianes fieles del depósito del cosmos,
quienes disimulan entre las gentes para escapar a su mirada.
Las gentes de la
reprobación, los santos escondidos en este mundo, reciben su nombre de la aleya
coránica en la que el Profeta jura por el «alma que reprueba» (75:2). Se trata
de individuos que son plenamente conscientes de que, por más ejemplares que
puedan parecer sus acciones y pensamientos a ojos propios o ajenos, nunca están
lo bastante libres de imperfecciones en comparación con la excelencia divina.
No alardean de comprensiones especiales ni de proezas psicoespirituales y
tampoco se sumergen en trances convulsos, sino que pasan perfectamente
desapercibidos, en su profunda sobriedad espiritual, la mayor parte de las
veces desempeñando oficios comunes. Buena parte de los preceptores andalusíes
de Ibn 'Arabi -como al-'Uryabi o al-Kümi, por ejemplo- también pertenecían a
esa rara categoría de la amistad divina. Y si él no hubiese recibido el expreso
mandato divino de difundir las enseñanzas, de convertirse en misericordia para
sus semejantes, su ardiente pasión hacia Dios también se hubiese mantenido a salvo
de miradas indiscretas:
No se diferencian del resto
de los creyentes por nada que pudiese hacerlos destacar [...]. Viven recluidos
en Dios y no abandonan jamás su estado de servidumbre; son puros esclavos consagrados
a su Maestro. Ya sea que estén comiendo, bebiendo, despiertos o dormidos, lo
contemplan de continuo [...]. Parecen depender de las cosas pero en todas las
cosas, con independencia de su nombre, sólo distinguen a un Nombrado: Dios.
Ellos se atienen, externa e internamente, al nombre que Dios les ha concedido,
que es el de indigente. Habiendo
constatado que Dios se oculta en sus criaturas, también se ocultan de ellas.
Cuando están, nadie
advierte su presencia, y si se marchan, ninguno se percata de su ausencia. Se
ignora todo de ellos, dado que se identifican plenamente con la naturaleza
secreta o no-manifiesta de la divinidad. Si Dios permanece oculto, más los santos
desconocidos. En general, no están sometidos a autoridad espiritual alguna.
Pueden brindar consejo, pero no desempeñan funciones iniciáticas ni pedagógicas
definidas. Aunque difunden las bendiciones divinas con su ejemplo y presencia silenciosa,
no se arrogan ninguna autoridad, ni tratan de imponer a los demás ningún tipo
de disciplina.
Como es lógico, dado su
anónimo estilo de vida y su vocación por la discreción, los malamiyya nunca
han constituido una escuela independiente dentro de las múltiples corrientes místicas
del Islam, sino que, en todas las escuelas y épocas, ha habido individuos que
han encajado con ese ideal de extrema humildad y abnegación. No obstante, los
especialistas suelen citar la escuela de Nisapur -sita en Jorasán (Persia)-
como el emplazamiento donde la vía de la reprobación adquirió consistencia histórica
de la mano de ilustres personajes como Hamdun al-Qassar (m. 884) y 'Abd al-Rahmán al-Sulami (m. 1021). Sin embargo,
al margen de posibles desarrollos históricos es el factor malamí -esto
es, la completa y anónima sumisión a la realidad última- el que define a los
santos de rango supremo. Prueba de la universalidad de dicho ideal en el seno
del Islam es que, tal como recoge Ibn 'Arabi, el profeta Muhammad también fue uno
de ellos antes de asumir su misión como enviado:
El príncipe de los hombres
del sendero y sus imanes, la cabeza del universo, Muhammad, el Mensajero de
Dios, pertenece a ellos. Son los sabios que ubican cada cosa en su propio lugar
[...]. Lo que requiere este bajo mundo, ellos se lo conceden, y lo que requiere
el otro mundo, también se lo conceden. Su eminencia es desconocida. Sólo su
Señor los conoce.
Si bien la experiencia
espiritual alcanzada por el Profeta durante el Viaje Nocturno y la Ascensión lo
condujo a la máxima proximidad de la presencia divina, no obstante, al regresar
de nuevo junto a las criaturas, no habló sino de aspectos comunes -como, por
ejemplo, las cinco oraciones cotidianas, la limosna, el ayuno y demás- y guardó
para sí todos los secretos de su Íntimo encuentro con Dios. En opinión del Sayj
al-Akbar, ese estado es superior al de Moisés, cuyo rostro radiante nadie pudo mirar
directamente tras haber contemplado a su Señor.
Las gentes de la
reprobación permanecen disimuladas por Dios en medio de su creación y asumen la
forma del instante, de manera que nadie sabe exactamente de dónde vienen ni hacia
dónde se dirigen: «No están encargados de juzgar este mundo, ni pueden
interceder por nadie en el siguiente. Sordos, mudos, ciegos, no abandonan jamás
su perplejidad».En ese sentido son comparables a los querubines que revolotean
completamente embelesados por la majestad divina, perdidos en el amor extático
y carentes de cualquier otra preocupación que no sea Dios, sin percatarse
siquiera de que existen otros ángeles o de que el cosmos ha cobrado existencia.
En la teofanía 34 del Libro de las teofanías, titulada «Los ángeles
perdidos de amor y los solitarios que sólo conocen a Dios», explica que, cuando
se ordena a los ángeles que se postren ante el ser humano perfecto, en el
primer instante de su creación, sólo los querubines -que ni siquiera son
conscientes de su propia existencia- están dispensados de dicha orden. Ellos
son testigos perennes de la teofanía esencial del corazón y viven en estado de
postración perpetua, contemplando y reverenciando a Dios en su majestad
absoluta.
Esos seres humanos, a
quienes Dios se revela en su más profundo centro, nunca contravienen la orden
divina porque, para ellos, cualquier cosa, positiva o negativa, fausta o
infausta, es Dios. Dado que respetan de manera natural el derecho divino, no
necesitan cumplir mandato alguno para ser gobernados, ni tampoco exigen
promesas de recompensa para adorar y servir a Dios. Pertenecen, pues, al mundo
de la orden y de la luz y no al de la retribución. Recordemos que el mundo de
la luz -el dominio de los significados desgajados de todo substrato- se ubica
por encima de los reinos sensible e imaginal.
Las gentes de la
reprobación mantienen una actitud de servidumbre absoluta con respecto a Dios,
y, en consecuencia, se afirma que la ley religiosa exterior es su propio estado
interior. Ellos constituyen la perfecta actualización de la forma divina según
la cual ha sido creado originalmente el ser humano. El primero de los aspectos
de la asunción de la forma divina por parte del perfecto servidor viene
expresado por el siguiente dicho profético, ya citado: «Mi servidor no deja de
acercarse a Mí debido a las obras supererogatorias hasta que Yo le amo y, cuando
le amo, Yo soy el oído por el que oye, el ojo por el que ve, la mano con que
ase, el pie con el que marcha...». Sin embargo, se trata tan sólo de la
primera etapa del proceso de transformación que afecta a quien aspira a asumir
plenamente la forma divina pues, por más excelsa que pueda resultar dicha condición,
no constituye la cima de la espiritualidad islámica. En los actos devocionales
añadidos -esto es, no sancionados explícitamente por la ley religiosa-, todavía
persiste un cierto vestigio de afirmación egoica. En cambio, en su calidad de
perfectos servidores, las gentes de la reprobación sólo se atienen, en cada
momento, a las obras que Él ha ordenado:
No añaden nada a las cinco
plegarias legales, excepto los actos supererogatorios habituales. No se
distinguen de los devotos comunes que llevan a cabo sus prácticas básicas sin
agregar nada que pudiese llamar la atención. Andan por los mercados. Se mezclan
con las gentes. Nadie puede distinguirlos de los creyentes comunes.
La ley religiosa subdivide
los actos de adoración en dos tipos fundamentales: obligatorios, y
supererogatorios. Cada categoría de devociones obligatorias -oración,
peregrinación, limosna, ayuno, etcétera- cuenta con su propio conjunto de actos
supererogatorios, de manera que la primera clase de actos aporta la raíz de la
adoración, mientras que la segunda clase son sus ramificaciones. El Sayj
al-Akbar explica que la proximidad a Dios procurada por los actos raíces de
adoración es mucho más profunda que la propiciada por los actos derivados. Por
ese motivo, mientras este segundo tipo de actos devocionales propicia que Dios
se convierta en la vista y la audición del servidor (según el mencionado dicho
profético de que «...cuando le amo, Yo soy el oído por el que oye, el ojo por
el que ve...»), los actos obligatorios consiguen que el perfecto servidor se
transforme en la visión y el oído de Dios. Si los actos supererogatorios están
basados en los nombres y atributos divinos, los obligatorios están relacionados
con el hecho de que Él no es nada sino luz. Una vez que accede a esa estación
espiritual , el amigo de Dios se transforma en protector del cosmos en pupila
del Todo-Misericordioso. Entonces -comenta el Sayj al-Akbar-, deja de mirar a
través de los atributos divinos y lo hace a través de su esencia:
Gracias a las obras
supererogatorias, Dios es la audición y la visión del servidor. En cambio,
mediante las obras obligatorias el servidor es la audición y la visión de lo
Real y, gracias a ello, se establece el cosmos. Porque Dios sólo contempla el cosmos
a través de la visión de su servidor y, de ese modo, el cosmos no desaparece,
puesto que existe una afinidad entre ambos. En cambio, si Él contemplase el
cosmos con Su propia visión, el cosmos se vería consumido por las glorias de Su
Faz. De ahí que lo Real sólo contemple el cosmos a través de la visión del
perfecto servidor que ha creado según Su forma. Precisamente, el servidor es el
velo que separa el cosmos y las glorias ardientes.
El puro servidor carece de
elección. Ha quebrado el ídolo de su ego y no se guía por deseo personal
alguno. Paradójicamente, disipando hasta el menor rastro de apego hacia sí
mismo y abandonándose completamente a su Señor, recobra su máxima libertad y su
rango más elevado. Y, en ese caso, «Dios quiere a través de su voluntad sin que
él sepa que lo que ve es lo mismo que Dios ve; si tuviese alguna conciencia de
ello es que no habría realizado plenamente esa estación». Esas palabras
permiten traslucir que los santos ocultos no sólo son desconocidos para el
resto de los mortales, sino que ni siquiera ellos mismos son conscientes de su rango
espiritual. Y no cabe otra posibilidad, ya que han caído, absolutamente
embelesados por la cercanía divina, en el olvido completo tanto del mundo como
de su propio yo:
El signo de aquel que tiene
un verdadero conocimiento de Dios es que está instruido en su «secreto» (sirr),
sin que se encuentre en él un conocimiento de Él. Tal es el perfecto
conocimiento más allá del cual ya no hay conocimiento alguno que buscar.
Los malamiyya no
olvidan ni por un instante que la servidumbre ontológica -el hecho de que
nuestra vida y nuestra muerte no están enteramente en nuestras manos- es la
condición inalienable de los seres. Sin embargo, el perfecto servidor ni
siquiera se atribuye el nombre de siervo, porque ese atributo, como cualquier otro,
pertenece exclusivamente a Dios. El nombre que más le conviene, como a toda
realidad dependiente, es el de indigente (jaqir). El pobre absoluto no
tiene nada, no quiere nada, no puede nada, no sabe nada y ni siquiera es nada.
Es tan pobre que no alberga juicios -y mucho menos prejuicios- acerca de las
cosas, las situaciones y las personas. Ha constatado plenamente su propia nada
relativa, aniquilando su ignorancia con respecto a la realidad y aniquilando
incluso dicha aniquilación, lo cual supone que ni siquiera retiene la
conciencia de su propio estado interior. Aquel que aún se apega a dicha conciencia
no ha alcanzado la servidumbre suprema. El auténtico servidor se halla tan
sumergido en su nada original, que ni siquiera conserva ese conocimiento. Dicho
con otras palabras, únicamente accede a la máxima proximidad divina aquél que
se anega en el silencio del intelecto, en el silencio de los actos y en el
silencio del ser, hasta convertirse en la nada que es siempre con Dios:
Cuando el servidor se ha
despojado de todos sus nombres, tanto de los que le confiere su servidumbre
ontológica como de los que le otorga su forma divina original, no queda nada más
que su esencia sin cualidad y sin nombre. Entonces es de los «próximos» [...].
Nada se manifiesta en él y por él que no sea Dios.
Este ser humano, carente de
atributos, se transforma entonces en espejo sin mácula, en nada receptiva, en
materia prima de todas las creencias y experiencias. El más cercano al origen
del ser no es nada, pues nada hay junto a Él. La presencia de Dios únicamente
se manifiesta en ausencia del yo.
LOS SOLITARIOS
Así como existen diferentes
tipos de santidad, también las gentes de la reprobación se subdividen en
distintas categorías. Entre los más elevados se encuentran los
"fieles" ('umana'), quienes son los depositarios del tesoro de
la sabiduría divina y no revelan jamás su secreto a menos que reciban el
mandato pertinente. Se dice de ellos que constituyen la elite de las gentes de
la reprobación. Pero, más allá incluso, nos encontramos con la elite de la
elite, formada por los "solitarios" (sg. fard; pl. afrad), la
más alta categoría de la amistad divina. De ese modo, si bien los afrad pertenecen
al género de las gentes de la reprobación o malamiyya, no todos los malamiyya
son afrad, a pesar de lo cual comparten buena parte de sus
características.
La raíz f-r-d está vinculada
con el nombre divino al-Fard, que significa el Singular. En ese sentido se
afirma que los afrad son solitarios, incomparables, singulares. Otros
apelativos que los identifican -extraídos del Corán- son los de
"adelantados" y también "próximos", término con que se
designa a los ángeles más elevados, a Jesús y también a quienes están más allá
de la distinción dual entre "gentes de la derecha" y "gentes de
la izquierda", establecida en la azora 56, titulada «El acontecimiento».
Los primeros -explica el pasaje en cuestión- disfrutan de las delicias del
paraíso, mientras que los compañeros de la izquierda están destinados a las
moradas infernales. En cuanto a los próximos, nos revela que su número es muy
reducido, permanecen recostados en lechos entretejidos de oro y piedras
preciosas, beben una copa de agua viva que no les produce dolor de cabeza ni
embriaguez y contemplan a «huríes con grandes ojos, semejantes a perlas
ocultas, como retribución de sus obras. No oirán allí vaniloquio ni incitación
al pecado, sino una palabra: "¡Paz! ¡Paz!"» (56: 11 :26). Esos
individuos no han de afrontar el Día de la Resurrección porque han muerto antes
de morir -mediante el proceso de aniquilación mística llamado "pequeña
muerte" o "muerte santificada"- y ya han cumplido, en este
mundo, el retomo a Dios.
Una de las principales
cualidades que adornan tanto a las gentes de la reprobación como a los
solitarios es la renuncia a cualquier atisbo de voluntad personal. No se mueven
por sí mismos, sino que son arrastrados por una fuerza que es su profunda y
firme comprensión de que: «No hay fuerza ni poder salvo Dios». Su movimiento
procede de Él y sus aspiraciones tienden únicamente hacia Él. Dado que han
dejado de moverse por propia iniciativa y son transportados, también reciben el
nombre de "camelleros", una expresión que, según la interpretación simbólica
de Ibn 'Arabi, alude a la excelencia de la montura -relacionada con su herencia
muhammadí-, y que se aplica a quienes transitan por los desiertos vacíos del
ser, más allá de cualquier limitación o cualificación, siempre en pos del
supremo horizonte de la realidad.
Asimismo distingue entre
los que cabalgan sobre la montura de su aspiración espiritual (himma') y
los que marchan sobre la montura de sus actos. Los primeros no intervienen en los
asuntos de este mundo, ni ejercen función pedagógica alguna, mientras que los
segundos se ven obligados, por mandato divino, a desempeñar actividades
concretas en el mundo. Se afirma que son superiores a los individuos de la
primera categoría porque regresan desde Dios a las criaturas, sin abandonar por
ello su estado de proximidad, ya que no dejan de percibir la divina Faz a cada
instante. Según consigna el sabio murciano, algunos de sus maestros andalusíes
pertenecían a esa segunda categoría, como el ciego Abü Yahya al-Sinhayi, cuya inhumación
estuvo marcada por virulentos fenómenos relacionadas con el viento; Salíh
al-Barbari, quien anduvo errante durante cuarenta años y permaneció, durante
otros cuarenta, en una mezquita sevillana; o Abu 'Abd Alláh al-Sarafi (el del
Aljarafe), quien vivía a oscuras en su casa y era capaz de recorrer grandes
distancias en un corto período de tiempo.
Uno de los secretos
concedidos a estos amigos de Dios –explica nuestro autor- es el discernimiento
del significado de la Noche del Destino en la que descendió el Corán, un
descenso que alude al retorno desde Dios a las criaturas, desde la unidad a la
multiplicidad, que emprenden quienes están llamados a servir a los seres. El
retorno a la vida cotidiana (o, como se diría en el budismo Zen, «la vuelta al
mercado con las manos llenas») constituye la etapa culminante del sendero
espiritual. Hay peregrinos que se detienen al alcanzar la cúspide de su viaje y
que «no conocen nada sino a Él y a quienes sólo Él conoce», como los querubines
anegados en la contemplación de la majestad divina. Sin embargo, por más
excelsa que sea esa experiencia se ubica un peldaño por debajo del estado de
quienes vuelven a la vida cotidiana para brindar su guía y enseñanzas a las
personas que tienen necesidad de ellas.
La estación espiritual
propia de los afrad es la misma que la de las gentes de la reprobación,
es decir, la "estación de la proximidad", también denominada, como
hemos indicado, "estación de la profecía general" -sólo un grado por
debajo de la estación de la profecía legislativa desempeñada por profetas que, como Jesús y Muhammad,
instituyen una ley religiosa-, "estación de lo inefable" y
"estación de la no-estación", dado que no se hallan limitados por
ninguna condición positiva o negativa. Los solitarios trascienden todas las
experiencias externas e internas, pero pueden afrontar cualquiera de ellas:
La walaya es la
esfera divina más lejana. Aquel que se desenvuelve en ella está plenamente
instruido; quien está plenamente instruido, sabe; y aquel que sabe se
transforma en aquello que sabe. Ése es el «wali desconocido» que no se
conoce y a quien la ignorancia no puede reconocer. Porque ninguna forma
determinada puede condicionar a un wali de esa índole, ni ninguna
facultad puede darlo a conocer. Él asume todos los estados concebibles, tanto
de gracia como de infortunio.
La ausencia de morada
espiritual definida queda plasmada en la siguiente mención del Corán: «Oh,
gentes de Yatrib, no tenéis ningún lugar donde permanecer, retornad pues» (33:
l 3). Además de que, tal como expresa el libro sagrado, el único punto de
retorno es Dios, pues de Él somos y a Él volvemos (2: 156), esas palabras
recogen la esencia de la estación sin estación, de la ausencia de condición
fija en la que asentarse, de la estación total que contiene al resto de las
estaciones, aunque está más allá de ellas, no pudiendo ser identificada con
ninguna en concreto.
La estación de la
proximidad es -puntualiza el Sayj al-Akbar- una estación desconocida, negada
incluso por preclaros místicos y doctos teólogos como el célebre Abü Hamid
al-Ghazáli. Según escribe, un sentimiento de extrañeza y soledad, a la par que
de inmenso gozo -pues consideraba que dicha morada era su verdadera
"patria"-, se apoderó de él al acceder a ella, mientras se hallaba de
paso en Guisser (Igisil), Marruecos. En principio, esta es una extraña morada
espiritual de la que desconoce hasta el nombre. Tras pasar varios días en ella
encuentra a un antiguo sufí, fallecido en dicha condición, que permanece allí eternamente.
Su nombre no es otro que Abd Rahman al-Sulami, autor del célebre tratado sobre
los malamiyya, ya mencionado. Es muy revelador que se encuentre
precisamente con dicho personaje, uno de los grandes exponentes históricos de
las gentes de la reprobación. De hecho, es él quien le comunica la denominación
de "estación de la proximidad", término que figura, por cierto, en
uno de los textos de ese maestro.
El único modo de acceder a
ella es la pura elección divina con independencia de las obras como, por
ejemplo, el caso de Mehdi -aquel que se alzará al final de los tiempos- y sus
similares; o bien, gracias a la puesta en práctica de determinadas obras, tal
como ocurre con al-Jadir y sus similares. Sobre la figura del Mehdi -del que Ibn
'Arabi se ocupa en el capítulo 366 de Las iluminaciones de La Meca- diremos,
muy sucintamente, que desciende, a través de Fatima, del linaje familiar del Profeta, que eliminará las
discrepancias religiosas en el Islam de manera que sólo prevalezca la pura
religión, mientras que, entre sus enemigos, se contarán principalmente quienes siguen
ciegamente a los ulemas o doctores de la ley religiosa. Asimismo
entenderá el lenguaje de los animales y su justicia alcanzará tanto a seres
humanos como a genios.
Por su parte, sabemos que
al-Jadir es el maestro de quienes carecen de maestros humanos. Un hermoso texto
de Suhrawardi, publicado en castellano con el título de El arcángel
purpúreo, termina con las siguientes palabras: «Si tú eres Jadir, podrás
pasar sin dificultad a través de la montaña de Qaf». Dicho de otro modo, al-Jadir
es el emblema viviente del estado de los afrad, de quienes beben
directamente de la Fuente de la Vida que reside, más allá de la montaña que
rodea al universo, en las tinieblas que ciernen la luz de las luces.
El conjunto de azoras
coránicas (18:60-82) que narran el encuentro entre al-Jadir y Moisés nos
informa de que el primero posee la ciencia que emana directamente de Dios y,
como deja bien patente el diálogo que ambos entablan, que no actúa por
iniciativa propia, si bien sus actos son reprobables desde el punto de vista de
quien no comparte su realización espiritual: «Yo tengo una ciencia de Dios que
tú no posees; y tú tienes una ciencia de Dios que yo no poseo». Según expone
dicho pasaje coránico, Moisés marchaba, acompañado de un joven sirviente, en
busca de la confluencia de dos grandes masas de agua, es decir, el barzaj o
estado intermedio. Portaban consigo un extraño pez y, cuando arribaron a la
gran masa de agua –recoge el texto-, se olvidaron del pez, que se deslizó
tranquilamente hacia el mar. Sigue un chocante intercambio de palabras donde
Moisés demanda a su joven acompañante el pez para comer y, al responderle éste
que se ha escapado, Moisés no hace sino mostrar su conformidad diciendo: «Eso
es lo que deseábamos». Entonces ambos emprenden el camino de regreso desde la
confluencia de los dos mares, «encontrando a uno de Nuestros siervos a quien
habíamos hecho objeto de una misericordia venida de Nosotros y enseñado una
ciencia de Nosotros».
Reconociendo de inmediato
el elevado rango de tan insólito personaje, Moisés le expresa su deseo de
permanecer con él para que le transmita algo de su excelsa sabiduría. Pero al-Jadir
se limita a decirle que, a pesar de sus buenas intenciones, no tendrá
suficiente paciencia para tolerar su compañía, cosa que en efecto sucede, ya
que sus extravagantes acciones –hundir una nave, matar a un muchacho y
apuntalar un muro sin recibir a cambio ningún salario- no tardan en suscitar la
abierta oposición de Moisés. Sin embargo, cada uno de esos actos, como le
revela en su definitiva despedida, ha estado motivado, en realidad, por la
misericordia divina. Las acciones de lo que se ha dado en llamar "loca
sabiduría" se encuentran en múltiples tradiciones religiosas como, por
ejemplo, el budismo tántrico. Recordemos a ese respecto un episodio similar,
procedente de la biografía del gran maestro Padmasambhava -el más importante transmisor
del budismo en el Tíbet-, donde éste aplasta la cabeza del malvado hijo de un
rey local, un incidente por el que es condenado a morir en una hoguera que se
ve transformada mágicamente en un lago.
El Sayj al-Akbar subraya
que la estación de la proximidad constituye la fuente de la que dimana la ley
religiosa, una aseveración que nos retrotrae a la ecuación fundamental entre
interior y exterior, entre significado y forma, entre "realidad esencial"
y mandamientos religiosos. La más alta espiritualidad se cifra en el
acatamiento espontáneo de los decretos divinos y se desarrolla en el seno de
una ley religiosa. Las gentes de la reprobación no perciben dicha ley como una
imposición porque ellos son su encarnación
viviente. Es en esa tónica como debemos entender el profundo interés por las
cuestiones concernientes a las reglas de conducta y adoración que llenan muchas
páginas de la obra akbarí. Tan sólo debemos reiterar, a propósito de la ley
religiosa, que el mandamiento que resume a los demás siempre es el amor.
PROFETAS, ENVIADOS Y SANTOS
Como hemos señalado, santo
es aquel que posee la comprensión más profunda tanto de Dios como de sí mismo.
No obstante, la verdadera santidad sólo pertenece a Dios, quien también se
autodenomina de ese modo, siendo por tanto un nombre divino. Por ese motivo, la
tradición sufí considera que dicha cualidad es permanente y más inclusiva que
otras modalidades de inspiración divina como el profeta (nabi) y el
enviado (rasül), a pesar de que estos disfruten de una posición jerárquica
superior. Pero, si bien las funciones de profeta y de enviado se hallan
condicionadas históricamente y pueden llegar a desaparecer, el espíritu de la
santidad -la luz muhammadí de que
hablábamos en el capítulo anterior- es eterno e inmutable.
Tanto mensajeros como
profetas son santos, aunque no sucede lo mismo a la inversa. La santidad es el
elemento común a todos los rangos espirituales, mientras que profetas y
enviados constituyen grados especiales de la primera. Los enviados reciben la
misión concreta de transmitir una determinada ley religiosa, mientras que los
profetas pueden ejercer o no funciones legisladoras. Existen algunos de estos
últimos que también son enviados -como Moisés, Jesús, Muhammad o Noé, de quien la tradición
sostiene que fue el primero de ellos- porque transmiten un conjunto de
mandamientos religiosos, y otros cuya actividad se desarrolla, en cambio, en el
seno de una comunidad ya establecida como, por ejemplo, muchos de los antiguos
profetas que aparecen en el Antiguo Testamento. Así como el seguimiento de los
enviados es obligatorio, los profetas que no cumplen una misión legisladora no
tienen por qué ser secundados. Podemos decir, pues, que hay santos que reciben una
misión específica, y también que hay santos que no desempeñan ningún tipo de
misión o función rectora, sino que tan sólo están ocupados en la adoración
íntima y anónima de su Señor.
LOS TRES SELLOS DE LA SANTIDAD
El término
"sello" se refiere, en un sentido general, a aquello que clausura una
serie. En el contexto del Islam se afirma que Muhammad es el sello de la
profecía porque cierra el ciclo de la profecía legisladora y porque, después de
él, ya no emergen más individuos investidos de esa función concreta. Al poner fin
al ciclo de la profecía legisladora o específica, Muhammad recibe el nombre de
"sello de los profetas". Ibn 'Arabi distingue, como sabemos, entre
profecía específica o legisladora, propia de los enviados, y profecía general o
libre, exclusiva de los santos que arriban a la estación de la proximidad o
estación de la no-estación, esto es, las gentes de la reprobación y los
solitarios.
La existencia del sello de
la profecía dio pie, entre los primeros sistematizadores del sufismo, a
inquirir sobre la presencia del correspondiente sello de la santidad. ¿Hay un
santo que cierre el ciclo de la santidad, al igual que Muhammad clausura el
ciclo de la profecía? Como ya hemos señalado, el Sayj al-Akbar no es el creador
de la noción de "sello de la santidad", sino que procede de otro sabio,
el ya citado al-Hakim al-Tirmidi, una de cuyas principales obras se titula,
precisamente, El libro del sello de los santos. Aunque su autor no
dilucida la identidad del sello plantea ciento cincuenta y siete cuestiones que
debe responder aquel que se atribuya tan elevado rango. De hecho, la segunda
parte del extenso capítulo 73 de Las iluminaciones de La Meca -cuya
primera parte versa, dicho sea de paso, sobre las distintas categorías de
santos- constituye una serie de exhaustivas respuestas que, como siempre en el
caso que nos ocupa, distan mucho de ser convencionales. Y, aunque otros después
de lbn 'Arabi han reclamado la función de sello de la santidad, él es el único,
en la historia del sufismo, que se ha atrevido a responder el mentado
cuestionario.
Ibn 'Arabi distingue tres
categorías dentro del sello de la santidad: sello de la santidad específica -o muhammadí-, sello de la santidad general y sello de los
engendrados.
El sello de la santidad
específica o islámica es el último santo que recibe íntegramente la herencia
espiritual de Muhammad. Aunque los
comentarios de Ibn 'Arabi permiten colegir que conoce perfectamente la
identidad de dicho sello, la mantiene en secreto, muy especialmente al
principio de su carrera:
En cuanto al Sello de la
santidad muhammadí, que es el Sello particular de la santidad propia de la
comunidad aparente de Muhammad [...] supe lo que le concierne en Fez, en el
Magreb, en el año 595 d.H. (1198) Dios me lo dio a conocer y me mostró el signo
de su función; sin embargo, omitiré su nombre. Él es el Sello de la profecía
libre (no-legislativa) sobre la que la mayoría de los hombres no saben nada [...].
De igual modo que Dios ha sellado la profecía legislativa con Muhammad, con el
Sello muhammadí ha clausurado la santidad que procede de la herencia muhammadí,
pero no la santidad que procede de la herencia de otros profetas: en efecto,
entre los santos hay algunos que heredan, por ejemplo, de Abraham, de Jesús o
de Moisés. Después del Sello muhammadí, los santos podrán seguir recibiendo su
herencia, pero no volverá a haber ninguno que esté sobre el corazón de Muhammad.
No obstante, en otras
ocasiones, admite abiertamente que él es el sello específico de los santos:
Soy el Sello de los santos,
del mismo modo que está atestiguado que el Sello de los profetas es Muhammad. El Sello específico, no el Sello de la santidad general,
pues ése es Jesús, el Asistido.
Pero la confirmación de que
es el sello específico de los santos muhammadíes no le sobreviene -como hemos
visto en el capítulo biográfico- de una vez por todas, sino que se va
concretando, a través de una serie de acontecimientos visionarios, que no
culminarán hasta cumplidos los cuarenta años cuando, en una experiencia
onírica, sucedida en Meca, en el año 1203, se ve investido definitivamente de
tan elevada función. Añadamos tan sólo que, según nuestro autor, el conocimiento
silencioso de Dios es el signo distintivo del sello de los santos muhammadíes.
Ahora bien, ¿quién es el
sello de la santidad general? En su opinión, no cabe duda alguna de que es
Jesús. De él explica:
Se parece a su padre. No es
árabe; de constitución armoniosa [...]. El ciclo del Reino y de la Santidad
serán sellados por él. Tiene un ministro llamado Juan. Es espiritual en lo que
respecta a su origen, y humano en cuanto a su lugar de manifestación.
Y añade que, cuando Jesús
descienda al final de los tiempos, ya no habrá después de él ningún santo a
quien pertenezca la profecía general, que es, como hemos indicado, uno de los
apelativos aplicados a la estación de la proximidad.
La aparición del sello de
la santidad específica o muhammadí cierra el ciclo de los santos que heredan
completamente de Muhammad; y esa es la línea de la santidad que clausura,
teóricamente, Ibn 'Arabi A partir de ese momento siguen existiendo santos que
acceden a la estación de la proximidad, pero ya no heredan íntegramente de Muhammad.
Esos santos, también incluidos en la categoría de las gentes de la reprobación,
pueden recibir la herencia espiritual completa de otros profetas o bien la
herencia parcial de Muhammad, y su línea permanece abierta hasta la segunda
venida de Jesús -el sello de la santidad general-, que es el que cierra
definitivamente la estación de la proximidad, lo cual quiere decir que, a
partir de ese momento, no habrá más amigos de Dios pertenecientes a las gentes
de la reprobación.
Es el tercer sello -el
sello de los niños o de los engendrados- el que clausura el ciclo de la
santidad en su conjunto y el de la humanidad tal como la conocemos. En ese
momento, no sólo concluye la manifestación humana de cualquier categoría de
santidad, sino que también toca a su fin la misma civilización. Curiosamente,
ese último santo hereda su sabiduría del remoto profeta Set (hijo de Adán), con
el que se abre y cierra el círculo de la santidad humana y a quien está
dedicado el segundo capítulo de Los engarces de la sabiduría. La
aparición del tercer sello de la santidad debe acaecer, necesariamente, después
del período que sucede a la segunda venida de Jesús, que hará que, al menos
provisionalmente, reine la paz sobre la Tierra:
Es sobre las huellas de Set
que se manifestará el último ser humano verdadero que porte los misterios (de
la divina sabiduría), y no habrá otro ser engendrado tras él, de forma que será
el sello de los engendrados. Irá acompañado en su nacimiento de una hermana,
que nacerá antes que él, de manera que su cabeza estará entre los pies de su
hermana. Su lugar de nacimiento será China y hablará la lengua de esa tierra.
En esos días, la esterilidad se extenderá entre las mujeres y los hombres, de
modo que habrá mucha cohabitación sin generación. Él llamará a las gentes hacia
Dios, pero no obtendrá respuesta alguna. Cuando Dios se lleve su espíritu, se
habrá llevado al último creyente de esos tiempos, quienes sobrevivan serán como
bestias que no distinguirán lo lícito de lo ilícito, actuarán según su deseo y
sus tendencias naturales, al margen de la razón y de la ley sagrada. Sobre
ellos se alzará la última hora.
Con independencia de que
palabras como las anteriores puedan resultar sorprendentes para el escéptico
lector contemporáneo, lo único cierto es que no se comprende la inmensa obra y
la ingente actividad espiritual del Sayj al-Akbar sino es a la luz de su
certeza íntima de que fue, ni más ni menos, el último santo en recibir completa
e integralmente la herencia de la santidad muhammadí, la herencia de quienes
atraviesan los desiertos desnudos del ser y carecen de morada definitiva en la
que asentarse. Esa magna pretensión contrasta poderosamente con otra de las
constantes en su carrera: el respeto absoluto que le merece la humildad de los
santos anónimos, quienes ocupan -según él el centro de todas las categorías de
la amistad divina. En cualquier caso, merece la pena tener bien presente,
cuando se habla de estas y de otras cuestiones más o menos esotéricas o
escatológicas, una última recomendación del maestro incomparable:
Cuando hablo, en este libro
y en otros, de algún evento que tiene lugar en el mundo exterior, mi única
intención es atrapar firmemente la atención del lector hasta ponerlo cara a
cara con aquello que se corresponde con el ser humano interior [...]. ¡Vuelve
la mirada hacia tu reino interno!
Fuente:
Capítulo 16 - Los Amigos de Dios
No hay comentarios:
Publicar un comentario